Un último empujón, papá

Jueves 5 de marzo. Acudimos a la unidad de Oncología del Hospital Clínico San Carlos de Madrid y la peor de las sospechas se confirma: el cáncer de mi padre se ha extendido, el tratamiento actual no funciona y nos derivan a la Unidad de Cuidados Paliativos. La noticia nos cae como un jarro de agua fría, el miedo nos invade y comenzamos “la despedida”. Recuerdo ese abrazo interminable, lleno de fuerza, pero con una mascarilla puesta porque el coronavirus empieza a estar presente en el hospital y en nuestras vidas.

A medida que pasan los días y la covid-19 empieza a tener cada vez más repercusión mediática, un doble miedo nos invade: la pérdida de mi padre y que no podamos celebrar la despedida que se merece. La enfermedad avanza rápido, cada semana bajamos un escalón y sólo pido que las fases vayan pasando y que mi padre aguante este último empujón.

Llega el mes de mayo y la dependencia es casi absoluta. El día 6 recibimos la visita de la Unidad de Cuidados Paliativos en casa y mi padre les pide su último deseo: poder viajar a su pueblo, en el Bierzo (León). El equipo médico consigue hacernos una autorización (gracias, Carmen y Lara); eso sí, si vamos, tenemos que ir ya, así que al día siguiente utilizamos la autorización médica para hacer un viaje familiar de despedida, con oxígeno y silla de ruedas incluida. Mi padre está débil, pero saca fuerzas para poder viajar y ver por última vez su tierra. Hacemos el viaje sin problemas, no hay controles policiales y llegamos a casa. Sin embargo, alguien da la voz de alarma en las redes sociales. Gente de Madrid ha ido a pasar sus vacaciones al pueblo, en familia, y mientras tanto, el resto no pueden ver a los suyos a tan sólo 15 kilómetros. Algunos se hacen eco de la publicación e instan a llamar a la Guardia Civil. Al día siguiente, una patrulla se presenta en casa y nos abren un expediente porque no consideran la autorización médica como un eximente legal. Nos enfrentamos a una sanción en medio de una vorágine de sentimientos encontrados: la comprensión por el miedo al contagio en una situación donde estamos viendo lo mejor y lo peor del ser humano; la supervivencia vital y el egoísmo absoluto; los aplausos a los sanitarios a las 8 de la tarde y la denuncia social… Este virus lo paramos unidos, pero unidos de verdad. Y eso implica ponerse en la piel del otro, entender que bajo cualquier norma hay excepciones humanas. El derecho positivo, las normas, no deberían estar por encima del derecho natural, la conciencia, los valores, en definitiva, la vida.

Solamente por ver la cara de mi padre al pisar su tierra, puedo decir que ha merecido la pena correr el riesgo de enfrentarnos a una sanción. No quiero con esto hacer apología de saltarnos las normas, pero ojalá aprendamos algo de esta experiencia porque habrá más virus y desde luego, más familias que mientras tanto se enfrenten a enfermedades duras y a perdidas irreparables. Sé que es el mejor regalo que hemos podido hacerle. Y sigo creyendo en el ser humano y estoy segura de que cualquiera en nuestro lugar hubiera hecho lo mismo.

Mi padre lleva luchando contra el cáncer desde 2008, en concreto contra dos: un cáncer de próstata y un mieloma múltiple con autotrasplante de médula incluido. Gracias a su fortaleza (física y mental) y al equipo médico del Hospital Clínico que le ha tratado a lo largo de estos años en Urología, Hematología, Oncología y ahora en Cuidados Paliativos, ha sido capaz de sobrellevar con una gran calidad de vida una enfermedad tan dura como esta. Sin duda, los aplausos a los sanitarios, van para ellos porque el trato no ha podido ser mejor todo este tiempo. Gracias, de corazón.

¡Por ti, papá!

 

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