En tiempos revueltos, adoradores del presente y de las vigencias en minutos, no es de extrañar que el término el día después, se instale en nuestras mentalidades con grandes dosis de cautela. Ese latiguillo es la incógnita a despejar en las ecuaciones del futuro inmediatamente a la vista. Es la pregunta constante de hoy a los conflictos de Ucrania y de Gaza. Es el sobrecogimiento del 21 de enero del año que viene, si Donald Trump se corona con los laureles de emperador. Ese día después es en esta hora el gran temor de la humanidad más allá de las veinticuatro horas de su duración en el reloj.
Luis Mateo Díez tuvo su día después del 23 de abril, el Día del Libro que le entronó príncipe de las letras con la recogida efectiva del premio Cervantes entregado por Felipe VI. En la correlación del numeral, ahí estaría, y estuvo, el 24 del mismo mes. Pudimos ver y disfrutar a un Nobel en español, solo unas horas después, antes de un atardecer de primavera. Ya nos hizo partícipes del apretón de manos real y del discurso, huella de una efeméride única para su persona y sus tierras ficticia (Celama) y de nacencia y vivencias (León).
Allí estuvo, simulando, para los que asistimos a su conferencia, lo que tuvo que ser hartazgo de los halagos con la exhalante fecha de caducidad del día después; sometido al continuo ir y venir de los protocolos; aguantando estoico el aluvión de fotos y selfis de admiradores y curiosos. Un día de todos muy largos en ansiosa espera del mañana de nadas reparadoras.
Díez regaló oídos y sensibilidades a un auditorio vestido de calle, pero con la etiqueta del respeto en el alma. La Fundación Universitaria Española (FUE) tenía programado en su ciclo La España que fue, la presencia del augusto paisano que, caprichos del destino, se conjuga en presente de indicativo. Imagino que aquello estaba programado antes de la noticia del galardón. Una identidad de la tierra es el mantenimiento de la palabra otorgada. El reposo del guerrero cede, en la idiosincrasia leonesa, al compromiso o al apretón de manos.
El juglar de Villablino desplegó el repertorio de su labia, como la escritura, imaginativa, onírica. No se sabe bien del todo, si habla o lee. Así de solapada está su capacidad expresiva.
Una declaración de intenciones de crónica vital: El escritor que fui –remarca Díez – tenía un elemento originario que era la idea de mi propia infancia y el recuerdo de un niño que rebulle sobre lo que va a ser su vida. Y remata con esta cita de Cesare Pavese, magistral: La infancia es el tiempo mítico del hombre. No puedo resistirme a requeterrematar el balón sobre la red con este complemento de William Wordsworth, el niño es el padre del hombre.
Reveló la incitación diminuta de su niñez a contar cosas, potenciada por la introversión de un valle aislado buena parte del año por el crudo invierno que también era propenso a relatar como antídoto de una soledad colectiva; o bien el contagio de los filandones en el calor de la cocina y la oscuridad de las noches de lobos. La universidad de un literato, porque, como afinó, del embeleso y del arrobamiento nace un escritor (…). A aquel niño no le interesaba contar lo que pasaba, porque lo que escuchaba eran leyendas, cosmogonías.
Cuando a mis oídos llegó El Quijote (hubo alusiones felices a que esta novela tenía que ser leída tanto como escuchada), ahí si hubo una conmoción. Ese Quijote oído en las lecturas de los maestros, y leído en alguna edición, me hizo figurar que Don Quijote era un héroe desgraciado. Aquel niño tenía en sus limitaciones territoriales un componente metafísico.
Emerge entonces el inmortal personaje de Cervantes en la inspiración de Luis Mateo Díez. Don Quijote – nos dice – era el héroe contrario que leía en los tebeos. Esto me hizo tomar sentido de lo imaginario. El Quijote era un héroe fracasado, pero que no perdió el espíritu de las salvaciones.
Vuelve a ejercer de metaliterario en esta afirmación: un escritor procede de algo: de un sentimiento infantil, de unas circunstancias adversas y de una edad que provoca la huida. A mí, las cosas me gusta contarlas desde la imaginación y no desde el testimonio. Y por si hubiera dudas, ahí queda la rúbrica: este exceso de realidad nos está llevando a una inquietud.
Imaginación y realidad es la dualidad palpable de Luis Mateo Díez. Sobre esa antinomia giran sus ejes creativos. La primera es su argumento, al segunda me suena como una excusa. No hace falta ser asiduo del escritor leonés, de nuestro Nobel en español, para reparar qué sale airoso de la dicotomía.
Aquí las palabras a modo de brújula: el compromiso del arte está con la vida, no con la ideología (…). La auténtica condición del arte es una irrealidad. Es una convicción borgiana. No hay una afán de huida de la realidad, sino narrar otros espacios en los que la realidad no asfixie.
El aprendizaje es una de sus claves didácticas en el consejo a las promesas de la literatura. Luis Mateo Diéz expone su experiencia personal, cuando señala que un escritor que me fascina es Tolstoi. Destila todo lo que me ha interesado como aprendizaje, sobre todo en su novela “La muerte de Iván Ilich. Algo del escritor que soy está en el escritor que fui, no en el primerizo y juvenil. Hay que asumir una largo tiempo de aprendizaje.
Elogió con una cierta vanidad las amistades. He tenido – dijo – amigos para escribir y lectores cómplices; y algo que no es normal, editores amigos, algo que ayuda a ser escritor prolífico (unas ochenta creaciones), que escribe mucho, pero no más de la cuenta. Ser prolífico no es un aval de calidad.
Javier Huerta, responsable del área literaria de la FUE, introdujo al galardonado destacando su compromiso con la palabra y el recurso a la imaginación como antídoto del exceso de realidad, incluso hartazgo, que vivimos.
Epicteto Diáz Navarro, catedrático de Literatura de la Universidad Complutense de Madrid hizo la presentación del reciente Cervantes (el día después) destacando el humorismo más cervantino que quevedesco de Díez, junto al señalamiento de esos nombres propios y geográficos que asoman en sus obras como raros e infrecuentes.
Yo añadiría que también forman parte de su humor salpimentado con abundante socarronería. La idiosincrasia de la tierra, oculta en tantas de sus manifestaciones, es, asimismo, muy elocuente de gesto y palabra, en no menos circunstancias.
Ángel Alonso