Laurentino

Abril de 1974, semana santa. Mis padres, tres de mis hermanos y yo hicimos un viaje a París. Era un sueño, era más que un sueño: nuestra familia de clase media baja no tenía fondos para hacer un viaje así. Pero sucedió que mi hermano Carlos hizo amistad con la madre de una amiga suya; una señora que vivía en París, trabajadora inmigrante. Su domicilio estaba muy cerca de la plaza de Italia, y con ella vivían dos mujeres llenas de bondad. Una de ellas, africana, era funcionaria de la embajada de la paupérrima república de Níger y la otra era una chica remotamente polaca, y digo remotamente, porque no recuerdo bien si era polaca, o húngara, o checa o eslovaca. Lo que sí sé es que era del Este y que trabajaba en no sé qué oficina.

 

Allí llegamos una tarde, después de haber hecho noche en San Sebastián, hotel residencia Parma, junto al río Urumea al otro lado la playa de Gros, que ahora se llama Zurriola. Recuerdo que dormimos escuchando el mar, que estaba muy bravo, y la enorme emoción que ese sentimiento despertó en toda la familia.

 

París estaba gris, pero no mucho. Mi padre pudo aparcar en una calle cercana, algo que ahora, me imagino, forma parte de la ciencia ficción. Nos daba un poco de corte aparecer así en casa ajena, como refugiados. Pero las tres anfitrionas nos recibieron llenas de alegría y curiosidad. Mis padres y los dos hermanos más pequeños se instalaron en la única habitación que quedaba libre, y lo estaba porque su usuaria estaba de vacaciones en la Bretaña francesa, y los dos hermanos mayores dormiríamos en los sofás del comedor. Sin queja ninguna, todo lo contrario: estábamos en París. ¿Habrá mayor emoción que ir a París y estar allí, de verdad, en París-París, en el de la torre Eiffel? Desde luego, entonces no la había.

 

Unos minutos después de las salutaciones, y del ofrecimiento de té, y de sentirnos muy felices, como fuera del mundo, yo dije si podía poner la televisión. A lo que dijeron que sí, que faltaría más. Y es que me hacía una ilusión inmensa ver la televisión de un país democrático, lo que no era España en aquel tiempo. Tenía un interés loco.

 

Me senté sobre la alfombra, y me dispuse a ver aquel programa de la cadena 2 y que, como yo esperaba, era una emisión cultural. Muy poco después llegó al estudio un hombre joven, con una guitarra. Se sentó, hizo algunos acordes de afinamiento, y al poco, comenzó a cantar.

 

Mi primera, inmensa sorpresa, fue saber que cantaba en español. Es decir, yo voy a París, al sueño inmenso, pongo la tele, y lo que sale es un cantautor español. ¡Prodigioso! Pronto aquel músico, al que yo no conocía, empezó a cantar contra el régimen de Franco. Doble ración, pues, de felicidad. Yo estaba tan emocionado como perplejo, y eso que lo más sorprendente aún no había llegado. Lo directamente asombroso.

 

Unos segundos más tarde, apareció, sobreimpresionado, el nombre del desconocido músico que tocaba la guitarra y cantaba. Se trataba de Laurentino. Y ahora supongo que mis lectores se quedarán fríos ante la noticia. ¿Quién era Laurentino? Pues Laurentino era de Ponferrada y vivía en París. Compañero de aventuras musicales por entonces de su paisano Amancio Prada, había grabado un disco en un ilustre sello francés contestatario, al que también pertenecía el gran Paco Ibáñez. Yo seguía levitando: mi paisano Laurentino estaba cantando en París en directo. Laurentino, que hizo un disco con letras de grandes poetas, alguno de ellos nada menos que Pablo Neruda. Y con aquella sorpresa me quedé para siempre, es una de esas casualidades que nunca pierden su frescura y su extrañeza.

 

No volvería a saber nada de Laurentino. Aunque sí compré su disco, naturalmente. Laurentino, de Ponferrada, artista en París, y que pronto desapareció del mundo de la música. ¿Qué habrá sido de él? Sí recuerdo que su hermano José María fue durante muchos años arquitecto municipal, y que su padre había sido concejal en el franquismo, pero del tercio menos franquista. Maestro nacional en Endesa, un hombre bueno.

 

CÉSAR GAVELA

 

 

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