La sonrisa del dimitido

Hemos arrancado el curso, ya se sabe la vuelta al cole como eslogan de los grandes almacenes, con un número creciente de dimisiones sonadas en la clase política. Dos temas de moda son los másteres y estudios universitarios falsos, sospechosos y reales; y otro el de las consecuencias de la llamada operación Enredadera.

Se diría que entre los medios de comunicación, las redes sociales y los bares -en nuestro país grandes medidores del estado de opinión- se ha declarado una especie de turba o huracán que se lleva por delante todo aquello que suene a currrículums vitae o que toque, aunque sea de refilón, el caso de Ulibarri, el patatero astorgano y compañía.

Es como estar en las calles del viejo París de 1789, con una chusma manejable por cualquier aspirante a Robespierre y cabeza que rueda por aquí y vida arruinada por allá.

No. No todo vale. A los dimisionarios se les queda esa sonrisa bobalicona cuando anuncian su cese, mentirosamente voluntario, cuando en realidad la presión de los hechos -reales o supuestos- ha sido insoportable por demás. Un edil «de provincias», en argot madrileño, me comentaba que se sentía como flotando llevado por las llamadas continuas, las reuniones con frases grandilocuentes, «por el partido», «no puedo más…».

Dimitir es un verbo muy sano en una democracia sana. Lo malo es que nuestro sistema hace aguas de un tiempo a esta parte. No puede ser que la partitocracia, que derivó por sus excesos al chantaje de los partidos bisagra y fin del bipartidismo, se haga con tanto poder social. La política lo invade todo. Como tampoco es saludable que los medios de comunicación nos convirtamos en jueces y partes a la vez en la pugna política. Debemos volver al origen que no es otro que contar lo que pasa. Eso sí, descubriendo la verdad de la sonrisa Mona Lisa.

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