La Astorga subterránea. El Torero

Ya nos abandonan los rigores del invierno; fíjate en que el Teleno tiene menos bruma, y en que la estepa acolchonada que se extiende a sus pies se empieza a deshilachar en flecos verdes, como si fuera a parir a la primavera. La solana de la muralla vuelve a estar concurrida a mediodía de niños y ancianos, curas con sotanas vetustenses y enamorados tempraneros; mientras, los porreros, recién aterrizados de la galaxia, espulgan su cabellera en un cubo del Jardín de la Sinagoga -no te parezca mal, que así lo llamaron nuestros ediles románticos en 1835-.
Si no fuera a llegar el buen tiempo, el Torero no hubiera sentido desde las crestas de las montañas la llamada irresistible de la ciudad; ni hubiera abandonado a la ventura a las ovejas que ramoneaban entre los arbustos y las encinas, cuando, hace unos días, escuchó al atardecer el mugido lacrimoso de su toro que plañía con los pitones cara al cielo malva del oeste. Fueros aquéllos, momentos de zozobra y ansiedades; corrió por la estepa a la búsqueda del toro invisible, pero cuando llegó a la muralla ya era de noche; hasta la madrugada estuvo imitando su mugido como reclamo; primero voló desaforado al atrio catedralicio, adivinó el foso del Palacio tras las rejas, llegó en una palpitación a los soportales por si el marqués de Astorga había decidido que lidiasen su toro en la Plaza, como antaño; y acabó un día más, acurrucado en un banco de la Estación, con la barriga tan inflada como un pellejo de vino que, al hervir, se derrama.

Torero
Este año   -fíjate cuando lo encuentres- el Torero vuelve con la piel más cetrina, y se diría que hasta está más encogido de tanto emocionar su cuerpo con verónicas y volteretas; ya no lidia con la camisa sino que se ha agenciado un retal rojo y dos varas de mimbre: una para sujetar el capote y la otra no para matar (que tampoco él es un Ignacio Sánchez Mejías que merezca un Lorca que cante su valentía en una letanía), no para dar la estocada te digo, sino para sujetar la brisa, que él lo que quiere es escenificar un juego que lo lleve a la gloria.
Todas las ciudades tienen sus tirios y troyanos, cuerdos y visionarios,por eso tú chaval, o tú, grandullón, este año, al cruzarte con el Torero en el Jardinillo o delante del Imperial, si te apetece sigue sus pasos: primero mira cómo se tensan sus arrugas y se afilan sus ojos al extender el capote, después presta atención a sus verónicas y volteretas, déjale sitio cuando busque el burladero y brinque como Manuel Benítez, pero no te burles cuando, terminada la faena, su gesto tenso se disuelva en una risa triunfal; observa esos instantes en que repliega su cuerpo y contornea la cabeza hacia el cielo, porque lo que le inunda la pupila es un público que, puesto en pie, revienta el coso con aplausos y olés.
Tú, chaval, o tú, grandullón, deja reposar a el Torero en su sueño onírico, porque tiene el derecho a trasmudar la imagen real de Astorga a un coso taurino, donde él es el muletilla desarrapado al que acompaña un toro que no puede matar aunque lo persiga. Y para que te enteres, guinda, carbonilla, aún hay más: cuando su toro emigra con las golondrinas de estos pagos porque la escarcha les sume los huesos, el torero vuelve a la montaña, a la vida ermitaña, y si lo vieras otear desde las crestas la muralla por si brillan unos pitones, ay chaval, si lo vieras bajar las laderas a zancadas por si resuena el eco del mugido en el valle, entonces, chaval, grandullón, comprenderías que se pueden sumir los cuerpos de tanto emocionarlos, que es que no te enteras de qué va el rollo, guinda.

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