“Y cuando es en lo blando…más”

Siempre he sentido cierta atracción hacia la montaña. De hecho, reconociendo que el mar tiene su embrujo, los montes y parajes del norte vencen y convencen en mi catálogo de predilecciones. Y sin embargo, el peso familiar o la misma moda, me alejan cada año más del hábitat donde más a gusto me encuentro.

Hace años con los primeros rayos de sol primaverales recorría con un buen amigo, que espero siga siéndolo aunque hayamos perdido el contacto, los Picos de Europa. En concreto, la anécdota que les quiero narrar sucedió en torno a las estribaciones del Mampodre, para más señas.

Mi buen amigo Pablo Alonso partía cada mañana con el escaso sol hacia los riscos y cimas que se había propuesto alcanzar como objetivo la noche anterior, al calor del fuego o del camping gas, según estuviese permitido o no. Mientras que yo, menos preparado, recogía los enseres del campamento base y me disponía a dar largos paseos cuesta arriba. Que también eran un buen ejercicio.

En uno de esos paseos encontré un refugio de alta montaña. Todo de piedra por fuera, con aspecto casi de cueva prehistórica. Cuando entré en él pude ver la mano del hombre porque disponía de algo de leña, hogar con vetusta chimenea y algún que otro indicador de haber servido a pastores y montañeros. Extraña solidaridad humana entre desconocidos para superar los efectos de la madre naturaleza. Me imaginaba un par de meses atrás en plena ventisca con nieve y temperaturas a bajo cero, encerrado en ese refugio sobreviviendo a base de sopas de sobre, latas y galletas.

Al salir, me topé con un pastor, un hombre cuya piel parecía el mapa de la vida grabado en su rostro por las arrugas y lo curtida de la tez. Dos mastines leoneses le escoltaban y una legión de ovejas lanudas hasta arrastrar sus pelajes en la hierba, las piedras y el barro se parecían pequeños bisontes de diminutas y casi ridículas testas con grandes cuerpos hinchados.

“Usted no es de aquí”, me dice.

“No”, respondo.

“Le llevo observando varios días (yo ni le había visto) y no es como el otro (mi amigo). Usted no hace la cabra montesa, pasea” (reimos)

“Sí. A mi no me gusta el riesgo y las cuerdas y todo eso. Yo me conformo con pasear cuesta arriba, que para mí ya es bastante”.

“¿Qué pasó, se mancó algo y cogió miedo?”

“No. Bueno mancado sí. Acabo de terminar la Carrera y además perdí a mi novia de siempre. Estoy un poco en una etapa de pensar y centrarme en la nueva vida que comenzaré en breve”.

“¡Uy, cuando de mancas un hueso duele mucho, pero se arregla con el tiempo y aún así no te queda como antes. Pero cuando mancas en lo blando (señalando a la cabeza y al corazón) es mucho peor!”

Me quedé mirando absorto al pastor, con cara de asombro ante la profundidad de sus sencillas palabras. Evidentemente, él no sabía explicarse correctamente, pero entendía perfectamente que una dolencia del alma, lo blando, era otro tipo de dolencia mucho más seria y profunda que romperte un brazo.

“Bueno, voy a seguir. Si necesita algo siempre estoy cerca. Los cencerros y campanas de las ovejas le dirán por dónde ando”.

“Adiós. Encantado”

“Adiós”

Y se fue sin ni siquiera saber su nombre para no volverle a ver jamás.