Amalio Fernández

 

Cada domingo, muy temprano, y durante cuarenta años, Amalio Fernández salía desde Ponferrada camino de Peñalba o de Montes de Valdueza. Solo la lluvia o la nieve lograban, y no siempre, frenarle en su anhelo de vida y de paisaje. La niebla nunca le detuvo, todo lo contrario: la niebla fue su amiga. Amalio, fotógrafo aficionado, entusiasta de los misteriosos frutos que una cámara puede lograr en el corazón de la naturaleza, fue uno de los bercianos más singulares. Más honestos y arraigados.

Su vida no fue fácil. Una vez me dijo que de joven, antes de la República, iba con su bicicleta desde Ponferrada hasta el Puente de Domingo Flórez para cobrar la suscripción de un diario leonés ya desaparecido. Pasaba el día entero en esa aventura, que le obligaba a visitar a diversos clientes, pero nunca se quejaba. Ello era porque subir y bajar cuestas con la pesada bicicleta le permitía ver el río y las peñas; la llanura feraz y el castillo de Cornatel; las barrancas de Santalla y el lago de Carucedo. Ver la vida a su paso por la carretera de Orense, y descubrirse también él, a solas, cuando era poco más que un adolescente.

Durante muchos años trabajó como administrativo en una agencia de transportes que tenía su sede en los bajos de la plaza de Abastos. Una agencia pequeña, que hacía la ruta León-Ponferrada. Yo fui a verle allí alguna vez. A Amalio rodeado de cajas, de jaulas de queso, de barriles y de muchos paquetes. Como un príncipe de la sensibilidad en medio de un escenario muy modesto. Pero daba lo mismo: él era un príncipe. Un gran hombre tímido que escribía sonetos hermosos y reflexivos. Versos que un atardecer de invierno me leyó en el estudio de su casa del barrio de San Antonio, donde había decenas y decenas de trofeos que él había ganado en tantos concursos de fotografía. Allí también estaban los más de cuarenta mil negativos que daban testimonio de sus viajes hacia la soledad de cada domingo, hacia la revelación de la fotografía en blanco y negro.

Amalio transmitía pasión serena. Yo cuando le conocí, él ya era un hombre de más de sesenta años. Bueno y sabio, era humilde y amaba al Bierzo. La comarca que en la vida le tocó, y que él conocía del modo más fecundo. Pero ni siquiera necesitaba al Bierzo todo; casi siempre le bastó con el sagrado valle del Oza. Aunque hizo fotos de Ponferrada, de Villafranca, de otras zonas de la comarca.

El Oza era inagotable, aunque lo visitara cada domingo. Era infinito aquel caminar suyo a solas desde Ponferrada hasta Peñalba porque él iba siempre con la ilusión del primer día, con la ternura del inocente cazador de instantes que se vuelven eternos. Y siempre, o casi siempre, con un hombre al fondo de la escena, un hombre melancólico; un caminante solitario. O una mujer doliente. O una chica joven y pensativa.

Las fotos de Amalio conforman una de las más hermosas expresiones del Bierzo intemporal. Del Bierzo que también es cualquier lugar de Europa, aunque aquí concretado por la piedra medieval de Peñalba y de Montes. El Bierzo del agua y el camino. Ese camino por el que vamos avanzando todos, cada uno como puede. Amalio Fernández, que al final de su vida profesional, fue rescatado por el ayuntamiento de las jaulas de queso, trabajó en la oficina de turismo, junto al puente de hierro que dio nombre a la ciudad. Allí recibía a los peregrinos jacobeos, pocos entonces, y a algunos viajeros, también pocos. Y nos recibía a los amigos suyos del Bierzo, que tanto le admirábamos. Y nos daba cariño y nos daba profundidad de vida. Desde su fascinación por el juego seductor de la luz y de la sombra. Desde la compasión hacia las personas que andan por el mundo con poca suerte. Pero que no se rinden. Que siguen caminando. Bajo la niebla.

CÉSAR GAVELA

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