Domingo Anta

Volvíamos en el coche después de pasar un domingo de primavera en el campo, en un lugar de Cabañinas, muy cerca de donde hoy se asienta el polígono del Bayo. Era nuestra rutina de los fines de semana cuando no llovía. A mi madre le gustaba mucho estar en la naturaleza, caminar entre las encinas y las praderas y escuchar a los pájaros. Costumbres que mi padre, un hombre muy urbano, llevaba con familiar resignación. A los cinco hermanos, por contra, nos fascinaba encontrar o revisitar lugares secretos, meternos dentro de los troncos huecos de alguna encina grande, y soñar con que al otro lado del bosque había un mundo misterioso, de pueblos desconocidos y de pequeñas ciudades de cuento. También había por allí una gran charca con ranas y un manantial.

Aquella vez nos había acompañado don Domingo Anta, párroco de la iglesia de San Ignacio. Un sacerdote pálido, gallego y suave, muy aficionado a la música. Don Domingo tenía mucho prestigio en Ponferrada, sobre todo entre las mujeres de bien y del comercio. Entre las esposas o viudas de almacenistas de cierto nivel, de vendedores eficientes o de oficinistas santurrones. Era un clérigo ceremonioso y blancuzco, pero tenía un toque de coña orensana que aunque no muy perceptible, existía siempre. Un toque que, por ejemplo, le llevó a decir a una señora de unos 45 años conocida de mi madre, y que le había confiado su gran ansiedad e insomnio sin motivos aparentes, que lo que le ocurría no era otra cosa que un deseo poderoso de hacer el amor. Ahora bien, el párroco no se ofreció a resolver aquel problema porque don Domingo era muy prudente, y muy fiel seguidor de sus célibes obligaciones.

Antes de aquella jornada en el campo nosotros le habíamos tratado poco. Pero una de mis tías lo adoraba, y por ahí había surgido lo de llevarlo a pasar un día de marzo con nosotros, después de que él hubiera dicho misa en San Ignacio. Recuerdo la carretera de Villablino con muy poco tráfico, y las entonces crecientes instalaciones de la central térmica de Cubillos. También a algún ciclista rural, muy diferente a los actuales en atuendo y vehículo, y a unas vacas bondadosas en un prado cerca de San Andrés de Montejos. Todo muy previsible.

La tarde del regreso se fue volviendo gris, también fría. Todos íbamos en un silencio que favorecía la niebla que ya empezaba a caer, y también el mortecino ruido del coche. En medio de aquella quietud melancólica, tan propia de un atardecer de día festivo, fue cuando don Domingo Anta, muy súbito y repentino, sin venir a cuento, se arrancó a cantar a gritos una canción sacra que empieza así: “¡Resucitó, aleluya…!” El inesperado chorro de voz nos provocó un enorme sobresalto y mi padre estuvo a punto de dar un volantazo fatal. Don Domingo, ajeno al pánico de mis hermanos pequeños, al estupor de mis padres y a mis dificultades mal disimuladas por contener la risa, no cejó, sin embargo, en su cántico solemne y armonioso. Diez minutos después le dejamos en la parroquia. Aleluya.

CÉSAR GAVELA

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